Al final, el republicano triunfó porque transformó lo que muchos consideran vergonzoso en un poderoso "nosotros", un grupo redentor que se erige sobre la ira, revancha, los ataques y el resentimiento hacia la democracia misma y otras comunidades, porque "estorban" o peor aún, violentan en su imaginario. En un mundo donde el diálogo y la coherencia humana parece perder relevancia frente a las emociones, pasiones y ganas de grandeza, esta victoria representa un cambio de mentalidad profunda, que dejará una huella en la cultura y política global.
Por Redacción Central | @CoyunturaNic
Managua, Nicaragua
La victoria del republicano Donald Trump trasciende lo electoral. No solo es la derrota de una opción política o una candidata, sino el triunfo de una visión del mundo en la que la confrontación se ve como una lucha sin límites, donde las y los adversarios son enemigos mayúsculos y la competencia se convierte en un terreno de sinrazón, que alimenta todos los días el odio hacia otro; contra aquello que no entendemos y queremos erradicar, a cualquier costo. Esta victoria refleja una identidad definida por la agresividad, desconfianza y los señalamientos continuos, donde el debate se reemplaza por insultos y la realidad es vista a través de creencias sin espacio para la negociación o la contradicción, porque esa verdad debe ser la única.
Trump no solo ganó una elección, sino que comenzó a impulsar un estilo de vida marcado por la masculinidad tóxica, el rechazo a las normas que se basan en los derechos y libertades de otro, y el desdén por lo políticamente correcto, para "conversar valores" que solo ellos quieren escribir. Esto representa desde ya esa parte primitiva de la humanidad que se resiste a los valores democráticos, a la diversidad misma de nuestra existencia y al poder de las otras voces, conectando con aquellos que buscan dar rienda suelta a sus pasiones sin filtros porque ellos si pueden arreglarlo todo. Su triunfo alimentó por mucho el miedo y la rabia, desmantelando la confianza colectiva en favor de una verdad única que no admite contradicciones.
Este fenómeno se vuelve aún más evidente cuando se observa cómo, en lugar de ser las generaciones o las ideologías, es ahora la batalla de géneros la que define la política. Trump supo canalizar ese malestar y convertirlo en un poderoso movimiento electoral basado en resentimientos históricos y temores compartidos, porque las y los que migran, las que abortan, las drag queens y el humanismo son el problema -según ellos-. Su victoria no solo redefine la política estadounidense y la posición del gigante de América en un mundo más complejo y conflictivo, sino que también desafió la estructura de poder a nivel global, abriendo una brecha profunda entre la política tradicional y las nuevas formas de pensar, al mejor estilo de Bukele, Milei, Netanyahu, Bolsonaro y Jinping.
En última instancia, Trump ganó porque supo captar el pulso de una parte de la sociedad que se siente ignorada y marginada, y lo hizo mejor que su contrincante demócrata Kamala Harris. Representó ese "nosotros" que anhela venganza y justicia según su propia visión, alimentando la ira y transformándola en acción política e institucional. Así, la victoria de Trump no solo es política, sino cultural, social, estatal, global y coyuntural, marcando un cambio profundo en la mentalidad de muchas y muchos, donde la emoción y el resentimiento parecen haberse impuesto sobre la razón.
Porque las y los más de 70 millones que le votaron son solo una muestra de miles más que esperan con ansías "redentores" con ese "ímpetu" de romper sistemas y generar "grandeza".
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