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Capítulo 1. Todas las vidas de Rubén Darío: poeta, periodista, escritor, diplomático, pobre, patriota, hijo y padre

Es conocido mundialmente como el "príncipe de las letras castellanas". Sin embargo, más allá de su legado literario y cultural, su vida estuvo marcada por una complejidad y riqueza que lo convierten en una figura fascinante y multifacética. Tuvo un viaje largo, marcado por el talento y la adversidad: poeta visionario, periodista incansable, diplomático errante y patriota apasionado, también lidió con la pobreza, el desamor, la paternidad y las contradicciones de su tiempo.


Por Juan Daniel Treminio | @DaniTreminio

León, Nicaragua
"Las caras de Darío y los colores de Rubén" | Ilustración de COYUNTURA
"Las caras de Darío y los colores de Rubén" | Ilustración de COYUNTURA

Félix Rubén García Sarmiento, conocido mundialmente como Rubén Darío, nació el viernes 18 de enero de 1867 en lo que hasta 1920 se conocía como Metapa, un pequeño pueblo de Nicaragua que, años más tarde, sería renombrado como Ciudad Darío en su honor, gracias a un decreto del expresidente Emiliano Chamorro (1917-1921). Es un municipio fundado por misioneros españoles de la orden de los mercedarios (Orden Real y Militar de Nuestra Señora de la Merced y la Redención de los Cautivos, más conocida como Orden de la Merced) por directrices del Fray García de Loaysa para la "evangelización de la nueva España". Una comunidad cimentada en el "valle de Metlalpán", una reducción indígena que también llamaron "San Pedro de Metapa", y mucho antes "los Chocoyos", cuyos planos urbanos originales comenzaron a crearse en 1752.


Una zona llena de árboles, pocas carreteras nacionales y muchos cerros. Escenario de algunas de las históricas luchas contra los filibusteros del mercenario estadounidense William Walker. Hogar del extinto Ejército del Septentrión.


Pero la infancia de Rubén no estuvo marcada por el canto de los pájaros, el aire fresco de la llanura o la solemnidad que ofrecía entonces una Nicaragua pura, apenas contaminada e influenciada por la cultura externa tras la Independencia de Centroamérica, en 1821. Fue la inestabilidad familiar y los desafíos personales los que definieron la niñez de la más grande gloria humana parida en la tierra de lagos y volcanes. Sus padres, Manuel García y Rosa Sarmiento, ambos originarios de Chinandega y primos en tercer grado, tuvieron una relación conflictiva que terminó en separación poco después de su nacimiento. Su madre huyó del maltrato de su cónyuge, y el pequeño Rubén fue bautizado hasta el 03 de marzo de 1867 en la Catedral de León, donde ahora yacen sus restos humanos. Durante sus primeros años, vivió con su progenitora en una zona rural de San Marcos de Colón, en Honduras, desde 1869.


"Mi primer recuerdo –debo haber sido a la sazón muy niño,…-, es el de un país montañoso: un villorio llamado San Marcos de Colón, en tierras de Honduras, por la frontera nicaragüense; una señora delgada, de vivos y brillantes ojos negros… Esa era mi madre. La acompañaba una criada india… La casa era primitiva, pobre, sin ladrillos, en pleno campo. Un día yo me perdí. Se me buscó por todas partes;… Se me encontró, por fin, lejos de la casa, tras unos matorrales, debajo de las ubres de una vaca, entre mucho ganado que mascaba jugo de coyol".

Poco después, su crianza quedó en manos de sus tíos abuelos, Bernarda Sarmiento y Félix Ramírez Madregil, quienes lo llevaron a León y le proporcionaron un hogar estable y educación. Inicialmente, recibió instrucción de un maestro particular, y más tarde ingresó a escuelas dirigidas por las órdenes católicas jesuitas. Desde muy pequeño, Rubén mostró un talento excepcional para las letras. Antes de cumplir cuatro años, ya sabía leer, y se sumergía en obras de gran complejidad para su edad, como la Biblia, "Don Quijote de la Mancha" de Miguel de Cervantes, las piezas teatrales de Leandro Fernández de Moratín, los cuentos tradicionales en "Las mil y una noches", "Los oficios" de Cicerón y "Corinne" de Madame de Staël.


"Fui algo niño prodigio. A los tres años sabía leer, según se me ha contado".


La infancia de Darío también se vio influenciada por la ausencia de sus padres biológicos. Su madre, Rosa Sarmiento, permaneció alejada de él durante largos años, al punto de que él mismo confesó:


"La imagen de mi madre se había borrado por completo de mi memoria".

No volvió a verla hasta los 26, tras la muerte de su primera esposa, Rafaela Contreras, cuentista modernista, cuyo seudónimo al escribir era "Stella". En contraste, el afecto y la formación que recibió de sus tíos abuelos en León fueron determinantes en su desarrollo intelectual, espiritual y emocional. Fueron momentos de formación "en valores", incluso para su corazón.


Manuel García, padre biológico de Rubén, falleció el 05 de noviembre de 1888, cuando el escritor tenía 21 años, y su madre, Rosa Sarmiento, murió el 03 de mayo de 1895, cuando él tenía 28, dos años después de su reencuentro. Estas pérdidas dejaron una huella profunda en su sensibilidad, según documentos consultados por este medio. Años más tarde, durante un viaje a Nicaragua, Darío encontró los libros con los que aprendió a leer en su niñez y evocó con nostalgia la inscripción que marcó sus primeras letras:


"Si este libro se perdiese, como suele suceder, suplico al que me lo hallase me lo sepa devolver. Y si no sabe mi nombre aquí se lo voy a poner".

Firmaba con su nombre original:


"Félix Rubén Ramírez".

Manuscritos de la autobiografía de Rubén Darío | Archivo Biblioteca Cervantes
Manuscritos de la autobiografía de Rubén Darío | Archivo Biblioteca Cervantes

Cuando tenía apenas 13 años, Rubén Darío publicó su primer poema en un periódico local. Se trataba de la elegía "Una lágrima", que apareció en El Termómetro de Rivas el 26 de julio de 1880, marcando el inicio de su carrera como escritor en todas sus dimensiones. Su precocidad no solo sorprendió por la calidad de su escritura, que ya mostraba destellos de genialidad, sino también por su dominio del lenguaje y la profundidad de su sensibilidad, en cada tono, giro y contexto. A veces utilizaba seudónimos como Bruno Erguía o Bernardo I.U., pero todos lo conocían como "el poeta niño". Entre enero y septiembre de ese año escribió otros poemas, como "Naturaleza", "Al mar", "A Víctor Hugo", "Clases", "Desengaño", "A…", "El poeta" y "A ti". También publicó otras de sus primeras obras en la revista El Ensayo de León.


A los 15 años, Darío dejó Nicaragua por primera vez y viajó a El Salvador, entre agosto de 1882 y septiembre de 1883, en el marco del centenario del natalicio de Simón Bolívar. Durante su estancia, en un acto conmemorativo, leyó su poema "Oda al Libertador Bolívar", un trabajo compuesto para agradar a su benefactor, el expresidente Rafael Zaldívar (1876-1885), consolidando entonces una imagen como joven prodigio.


"La América garrida, hoy levanta un clamor que se dilata, de la vega florida, del Orinoco al Plata, que turbulento su raudal desata. Bolívar se levanta, con la aureola inmortal que orna su frente, y coloca su planta, sobre el Ande; y ardiente sonríe con amor al continente".

Ese viaje marcó un antes y un después en su vida, pues fue cuando conoció a Francisco Gavidia, una figura clave en su formación literaria.


Gavidia, con su vasto conocimiento de la poesía francesa, le mostró las complejidades de la métrica y el ritmo, elementos que se volverían esenciales en su estilo. Más que un mentor técnico, Gavidia influyó en su visión filosófica y lingüística, enseñándole a leer la poesía como un reflejo profundo de la realidad, y una tesis de la sociedad, de sus formas de vivir y sentir. Aquel viaje no solo le permitió descubrir nuevas corrientes literarias y una mejor forma de cantar con las letras, sino que abrió la puerta a un universo estético que Rubén mismo revolucionaría años después.


El salvadoreño, a través de Darío, y el nicaragüense a través de Francisco, juntos, revolucionaron sustancialmente la expresión poética.


El 02 de octubre de 1883, ya en Nicaragua, Rubén Darío comenzó a colaborar con el periódico La Voz de Occidente de la ciudad universitaria, donde escribió el artículo titulado "La Diplomacia". En León, conoció a un joven granadino que provenía de Europa y era dueño del Hotel de Los Leones en Granada. Decidió trabajar con la otra ciudad colonial, y fue allí, a orillas del gran lago Cocibolca y frente al majestuoso volcán Mombacho, donde Darío escribió su poema "Unión Centroamericana", que fue publicado en diciembre de 1883 por la primera imprenta de León, propiedad de Don Justo Hernández.


"Cuando las plumas juntas forman un ala; cuando la Patria, espléndida, viste de gala; cuando el pueblo contempla nubes espesas rasgadas con relámpagos y Marsellesas; cuando en una bandera cinco naciones juntan sus esperanzas y pabellones; entonces, de los altos espíritus en pos, es cuando baja y truena la voluntad de Dios".

Después de este tiempo, Rubén Darío volvió a encontrarse con Rafaelita tras una primera separación, pero su historia continuó de manera más compleja, y a distancia, porque el prodigio fue a Chile, en su momento de esplendor y florecimiento cultural, en 1886. En febrero de 1889, Rubén salió del puerto de Valparaíso, con rumbo a Nicaragua, tras publicar dos libros y textos varios en El Mercurio y La Época, y estar en el centro de la discusión intelectual de Suramérica, pero se detuvo al ver que los medios de su país no lo recibían como esperaba. Con algarabía, orgullo y pasión por el papel que estaba ya jugando ante el mundo y sus letrados. Al enterarse de que en El Salvador sus amigos lo acogían con más entusiasmo que en casa, decidió viajar allí.


En El Salvador, Rubén Rivera, médico a quien Darío había conocido en su anterior viaje, lo invitó a pasar una temporada en su finca en Sonsonate, un lugar apacible de espléndida belleza tropical. Fue ahí donde Rubén recibió la noticia de la muerte de su amigo y escritor chileno Pedro Balmaceda. En ese momento, Rubén escribió "A. de Gilbert", un libro complejo de vivencias, lleno de dolor, agradecimiento y admiración, con el seudónimo con el que Pedro era conocido en Chile. Más tarde, Rubén Darío se trasladó a San Salvador para una entrevista con el costarricense Don Tranquilino Chacón en el Hotel Vandik. Al encontrarse, Rubén lo abrazó y le dijo: "¿Sabe por qué le llamo hermano? Porque ha sido usted el primero en nuestra América Central que ha tratado de dar a conocer mi libro 'Azul...'", tras ser gestado en 1888 en Valparaíso.


En El Salvador, Rubén siempre contó con el apoyo del general Francisco Menéndez, expresidente de la República, quien lo invitó a ser director del diario La Unión, un periódico patrocinado por el gobierno. En esa época, los costarricenses Tranquilino Chacón y Equileo Echeverría colaboraban en la redacción de la crónica diaria. En 1889, Rafaela, amiga de Rubén desde la infancia, sabiendo que él se encontraba en El Salvador, pidió a Don Tranquilino que publicara uno de sus cuentos bajo el seudónimo de "Stella", solicitando que no revelara su identidad. Cuando Chacón publicó el cuento "Violetas y Palomas", Rubén lo leyó con gran interés y le pidió a Don Tranquilino que le revelara el nombre del autor. Sin embargo, Chacón no lo hizo en ese momento. Posteriormente, Rafaelita le pidió a Chacón que editara un segundo cuento, titulado "La Turquesa". Al leerlo, Rubén consideró que era superior al primero, lo que incrementó su deseo de conocer al autor de esos relatos tan "intrigantes", según dijo.


Ella, la primera gran narradora de Centroamérica en el siglo XIX, era humildad y también poder, en una pluma que no pudo florecer.


"—Y bien, Jaen, ¿las violetas? Entonces me habló de Stella. Era una alma extraña, original y radiante. —¿No lo sabéis? Pues después de nuestra pobre difunta gloriosa, Jeanne Thilda, no hay quien como ella que escriba cosas de aquí -y Jaen se tocaba el corazón-. Es, como sabes, hija de un hombre ilustre en las letras. Ley de atavismo. En cuanto a tu curiosidad sobre el ramo de violetas, no te diré nada, porque poco sé: es su flor. ¿Quieres saber más? Pues a ella…".

El amante


Los amores de Rubén Darío reflejan las muchas contradicciones que definieron su vida: una constante búsqueda de afecto y estabilidad en medio de su genialidad creativa y sus turbulencias personales. Desde sus primeras ilusiones juveniles hasta sus relaciones más profundas y tormentosas, cada historia sentimental dejó huellas imborrables en su corazón e inspiró parte de su obra. A través de sus versos y vivencias, Darío dejó un testimonio apasionado de su amor, sufrimiento y humanismo.


A los 13 años, Darío experimentó sus primeros sentimientos amorosos por su prima Isabel Ramírez, a quien inmortalizó como "Inés" en "Palomas blancas" y "garzas morenas". Eclipsado por su belleza, se atrevió a confesarle su amor una noche, pero recibió una respuesta despectiva, digna del siglo XXI: "¡Ve! La tontería...", antes de que ella corriera a contarle a su abuela. Aquella desilusión marcó su primera experiencia de desengaño amoroso.


A los 14 años, Darío vivía en Managua y trabajaba como secretario de la entonces Biblioteca Nacional. Fue en ese entorno que conoció a Rosario Emelina Murillo Rivas, una joven de once años a quien describió como su "garza morena". Con su rostro ovalado, ojos verdes y figura delicada, Rosario cautivó al joven poeta. Juntos compartieron tardes en la costa del lago de Managua, una etapa de despertar sentimental que inspiró varios de sus versos. Sin embargo, el romance fue truncado cuando amigos y familiares de Darío lo enviaron fuera del país para evitar un compromiso prematuro.


Rubén Darío contrajo matrimonio civil con la escritora costarricense Rafaela Contreras Cañas el 21 de junio de 1890 en El Salvador, tras lo que hoy se podrían llamar varios intentos de "flirteo". Se habían conocido en la infancia en León, Nicaragua, y tras la boda se establecieron en San José, Costa Rica, donde nació su hijo Rubén Álvaro Darío Contreras el 11 de noviembre de 1891. Sin embargo, la inestabilidad política y de seguridad en la región afectó su vida, y en 1892 Darío tuvo que partir solo a Guatemala, dos años antes del golpe de Estado en El Salvador contra el general Carlos Ezeta. Rafaela, hija del político hondureño Álvaro Contreras y de la costarricense Manuela Cañas, era una escritora de cuentos bajo el seudónimo "Stella" y publicó su única obra, "Rêverie". Falleció en San Salvador el 26 de enero de 1893, a los 23 años.


Rubén Darío Contreras, hijo de Rubén Darío, a los 24 años de edad, aproximadamente | Fotografía de Martin Katz Darío
Rubén Darío Contreras, hijo de Rubén Darío, a los 24 años de edad, aproximadamente | Fotografía de Martin Katz Darío

Años después, tras la muerte de su primera esposa, Rafaela Contreras, Darío retomó su relación con Rosario, pero en circunstancias adversas. El 08 de marzo de 1893, la familia de Rosario lo obligó a casarse con ella mediante una encerrona en Managua, alegando un compromiso previo. Este matrimonio forzado estuvo marcado por la tensión, la tragedia de perder a su hijo recién nacido y la continua persecución de Rosario y su gente. Ella incluso lo siguió hasta París intentando reavivar la relación. Finalmente, Darío se distanció de ella por completo, llevándose consigo un sentimiento de amargura.


"Los hermanos de la señora Rosario Murillo, por perversidad tal vez, fraguaron una entrevista nocturna entre el poeta y la susodicha señora, teniendo la fortuna de que su plan maquiavélico diera los mejores resultados. En el momento oportuno, arma en mano, rodearon al pusilánime don Juan, e inmediatamente procedieron a arreglar el matrimonio, que había de efectuarse so pena de la vida. Rubén era excesivamente tímido. Su cobardía databa, de su niñez, así que los hermanos de doña Rosario no tuvieron gran dificultad para amedrentarlo y hacerlo casar a pesar de la enorme diferencia de caracteres entre los cónyuges. Vivieron en un completo cisma, hasta que los amigos de Rubén, entre ellos el doctor Maldonado, todos senadores y diputados nicaragüenses, reformaron las leyes, creando el divorcio, con el único móvil de favorecer al poeta, quien por entonces se ocultaba angustiado de Rosario, que lo perseguía revólver en mano…".

En 1899, Rubén Darío conoció en Madrid a Francisca Sánchez del Pozo, una campesina analfabeta de 24 años, quien se convirtió en su compañera durante 16 años y madre de tres hijos. Aunque nunca pudieron casarse, vivieron juntos en París y Madrid, donde Darío la llamaba "lazarillo de Dios" en sus versos. En 1900, su hija Carmen nació, pero murió en 1901 de viruela. Su segundo hijo, Rubén, falleció en 1905 de bronconeumonía, con menos de dos años. Durante ese tiempo, Darío le enseñó a leer y escribir a Francisca, y a menudo le dedicaba sus poemas.


En 1907, nació su tercer hijo, Rubén Darío Sánchez, "Güicho", pero un golpe de Estado lo despojó de su puesto diplomático en París, lo que lo llevó a regresar a España con Francisca. A pesar de los problemas económicos y su creciente adicción al alcohol, Darío continuó trabajando, escribiendo, principalmente. Su secretario, Alejandro Bermúdez, robó sus inéditos y lo convenció de embarcarse en una gira americana.


Rubén Darío Sánchez, hijo de Rubén Darío, a los 7 años de edad | Fotografía de Martin Katz Darío
Rubén Darío Sánchez, hijo de Rubén Darío, a los 7 años de edad | Fotografía de Martin Katz Darío

Finalmente, Darío se separó de Francisca, que regresó a Madrid y más tarde se casó con José Villacastín. Dedicaron su vida a preservar la obra de Darío. Francisca y Villacastín fundaron la editorial Rubén Darío, y ella custodiaba hasta su fallecimiento un baúl con pertenencias del poeta. En 1956, Carmen Conde logró que Francisca donara parte de ese material al gobierno español, y hoy se encuentra en la Biblioteca de la Universidad Complutense de Madrid. Darío y Sánchez se despidieron de su vida y romance en el entonces Puerto de Barcelona.


El cronista


Asimismo, el gran renovador de las letras castellanas encontró en el periodismo un pilar fundamental para su desarrollo literario y personal. Desde sus primeros pasos profesionales en Nicaragua, donde colaboró con periódicos como El Ferrocarril y El Porvenir de Nicaragua, Darío demostró una vocación innata por las letras y una habilidad singular para plasmar sus ideas en palabras, en narraciones profundas. En los primeros años, su pluma estuvo marcada por un periodismo de combate, cargado de ideología liberal y progresista, que utilizó para confrontar a sus adversarios políticos.


En 1886, animado por el exdiplomático salvadoreño Juan Cañas, Darío dejó su país natal, otra vez, y llegó a Chile. En Valparaíso, un puerto bullicioso y lleno de vida intelectual, comenzó a forjar su carrera internacional, mucho antes de llegar a París. Fue recibido con calidez por el diario El Mercurio y pronto ingresó a La Época, donde trabajó como reportero. En ese rotativo, Darío cubrió diversas fuentes, incluso la nota roja, experiencia que enriqueció su imaginario literario y le sirvió de inspiración para obras como "El Pájaro Azul". Durante su estadía en Chile, Darío también deslumbró a la sociedad con su talento poético. En 1887, recibió un premio literario por su "Canto Épico a las Glorias de Chile", que le permitió satisfacer su gusto por la elegancia y el buen vestir. Fue también en este período cuando descubrió las crónicas del cubano José Martí en el diario argentino La Nación, lo que marcó otro punto de inflexión en su concepción del periodismo como un arte literario.


En 1886, a los 19 años, escribió la mayor parte de las piezas en "Abrojos".


"- I - ¡Día de dolor aquel en que vuela para siempre el ángel del primer amor! - II - ¿Cómo decía usted, amigo mío? ¿Que el amor es un río? No es extraño. Es ciertamente un río que uniéndose al confluente del desvío, va a perderse en el mar del desengaño. - III - Pues tu cólera estalla, justo es que ordenes hoy ¡oh Padre Eterno! una edición de lujo del infierno digna del guante y frac de la canalla. - IV - En el kiosco bien oliente besé tanto a mi odalisca en los ojos, en la frente, y en la boca y las mejillas, que los besos que le he dado devolverme no podría ni con todos los que guarda la avarienta de la niña en el fino y bello estuche de su boca purpurina".

De regreso en Nicaragua en 1889, Darío retomó su colaboración con periódicos locales y centroamericanos, reafirmando su compromiso con el ideal unionista que había abrazado desde adolescente. En El Salvador, fue nombrado director del integracionista periódico La Unión, donde dejó claro en sus editoriales la responsabilidad social del periodismo. Su famosa frase "la pluma es arma hermosa" sintetiza su visión del oficio como una herramienta para la defensa de la justicia y la libertad de expresión.


Rubén Darío en las oficinas del diario La Nación de Argentina | Fotografía de Biblioteca Miguel Cervantes
Rubén Darío en las oficinas del diario La Nación de Argentina | Fotografía de Biblioteca Miguel Cervantes

En 1893, Darío llegó a Buenos Aires como cónsul de Colombia en Argentina. Fue entonces cuando inició su vínculo más prolífico con La Nación, el periódico más influyente de América Latina en ese momento. En sus crónicas, Darío no solo informaba, sino que también innovaba, elevando la prosa periodística a una categoría literaria sin precedentes. Alternaba su labor como periodista con la creación de poemas y libros recopilatorios, considerando la prosa de la prensa como una "gimnasia de estilo" que enriquecía su obra poética, y el alma.


La influencia de Darío en La Nación fue inmensa, tanto por la calidad como por la cantidad de sus colaboraciones (casi 800 crónicas). En este espacio, coincidió con una nueva generación de lectores que buscaban una narrativa más rica y reflexiva, y que encontraron en sus textos un equilibrio perfecto entre información y belleza literaria. Su legado en este periódico marcó un antes y un después en la crónica periodística, género que compartió con otros grandes como José Martí.


A pesar de su éxito en el campo literario y periodístico, las finanzas de Darío siempre fueron precarias. En sus últimos días, enfermo y desesperado, escribió una carta al doctor Emilio Mitre, director del diario argentino, agradeciendo el último pago recibido y solicitando la jubilación que le correspondía por sus 20 años de servicio. Esta carta, cargada de dolor y resignación, reflejó la importancia del periodismo en su vida, no solo como sustento económico, sino también como otro medio que le permitió transformar las letras castellanas y dejar un legado impermeable en la literatura y las palabras, con pasión y son.


El emisario


El insigne poeta nicaragüense y padre del Modernismo, no solo transformó la literatura hispanoamericana, sino que también dejó un historial particular en el campo de la diplomacia. Su genialidad no se limitó a las letras; su habilidad para representar a Nicaragua y a varios países de América en los escenarios internacionales lo consagró como un "embajador universal de la cultura y el idioma español". Desde su juventud, Rubén Darío mostró una fascinación por las relaciones estatales y jerárquicas, tal como lo refleja una reflexión escrita a los 16 años en el diario La Voz de Occidente:


"El ojo avizor del diplomático penetra en los misterios de la política y sabe distinguir la grave actitud de un gobernante severo y justo, como las tramas que urde el engaño y la mala fe".

Esa intuición precoz reveló su capacidad para entender la complejidad de los asuntos internacionales y la política viva en la sociedad y el sistema, y su deseo de involucrarse en ello.


A los 20 años, cuando Darío se trasladó a Chile, comenzó a cultivar su sueño diplomático. Gracias a los consejos y recomendaciones de su amigo, Juan Cañas, y las cartas de presentación que este le proporcionó como plenipotenciario, Darío se integró a los círculos intelectuales y políticos de Santiago. Su participación en las clases de Derecho Público e Internacional impartidas por Jorge Huneeus consolidó sus conocimientos y reforzó su determinación de combinar la literatura con el servicio de más alto nivel.


La publicación de Azul en 1888 en Chile, que marcó un hito en su carrera literaria y profesional, le abrió las puertas para su participación oficial en la diplomacia. En 1892, fue designado miembro de la comisión que representó a Nicaragua en España durante la celebración del Cuarto Centenario del Descubrimiento de América. Este nombramiento fue el inicio de una serie de misiones especiales que consolidarían su reputación como un representante excepcional de su país y de la cultura hispanoamericana.


Al año siguiente, en 1893, Rubén fue nombrado Cónsul de Nicaragua en La Plata, Argentina, y posteriormente, Cónsul General de Colombia en Buenos Aires. El 12 de marzo de 1903, fue nombrado Cónsul de Nicaragua en París, una posición que le permitió actuar como puente cultural entre Europa y América. Durante ese periodo, realizó misiones diplomáticas en España y Francia, promoviendo los intereses de su país y de la región. Su participación en la Conferencia Interamericana de Río de Janeiro en 1906 y su designación como Enviado Extraordinario para el Primer Centenario del Grito de Dolores en México en 1910 (aunque esta última misión fue interrumpida por cambios políticos) son testimonio de su relevancia como figura internacional, aunque casi siempre caminaba con poco dinero en el bolsillo, a falta de fortuna.


Rubén Darío junto al entonces presidente de Nicaragua, José Santos Zelaya, en su residencia en Madrid, junto al coronel, D. Luis A. Primo y D. Mariano Miguel del Val. | Fotografía de Francisco Goñi
Rubén Darío junto al entonces presidente de Nicaragua, José Santos Zelaya, en su residencia en Madrid, junto al coronel, D. Luis A. Primo y D. Mariano Miguel del Val. | Fotografía de Francisco Goñi

En 1907, Darío alcanzó uno de los momentos más destacados de su carrera diplomática al ser nombrado Ministro Residente de la República de Nicaragua ante el Gobierno de Su Majestad el Rey de España. Este nombramiento, realizado por el expresidente José Santos Zelaya, marcó un reconocimiento a su capacidad no solo como poeta, sino también como representante excepcional de los intereses de su país en el ámbito internacional, y como ciudadano de Centroamérica. Durante ese tiempo, el nicaragüense no solo fortaleció los lazos entre Nicaragua y España, sino que también se consolidó como un puente cultural que conectaba a Hispanoamérica con Europa. Su presencia en este cargo simbolizó el reconocimiento de su talento y su compromiso con la promoción de la identidad y los valores de su nación en el escenario global, al mismo tiempo que alimentaba su visión cosmopolita, reflejada en su obra literaria.


El pobre


La vida económica de Rubén Darío, lejos de seguir una narrativa de sacrificio y austeridad, se dibuja en los relatos de su autobiografía como una serie de contrastes, entre la necesidad y el derroche, entre las aspiraciones de una buena posición social y la realidad de sus limitaciones materiales. En sus memorias, el poeta no recurre a la defensa romántica del arte ni a la exaltación de los ideales del Modernismo, sino que se adentra en una descripción más mundana y directa de su relación con el dinero y los placeres que este le proporcionaba.


Desde joven, Darío mostró una actitud que coqueteaba frente al dinero. No se trataba de un hombre sin recursos, pero tampoco de alguien que se aferrara a una vida austera. Tomaba los ingresos de sus empleos oficiales o semioficiales y los gastaba sin mayor preocupación, sin lujos innecesarios, pero también sin restricciones. Es decir, no era un hombre acaudalado, pero tampoco uno que se privara de los placeres que la vida le ofrecía, aunque el mañana para él muchas veces si fue un misterio. En su relato, la figura del poeta "mozo, flaco, de larga cabellera, y exhaustos bolsillos" enciende una contradicción entre su aspiración a una vida de mayor estatus y la realidad de sus limitados medios. Nació en Nicaragua, a final de cuentas.


Cuando llegó a El Salvador, el presidente Manuel Zaldívar lo hospedó en el mejor hotel de la ciudad y, entusiasmado por su fama en la prensa nicaragüense, le concedió una entrevista. En la conversación, con un tono paternalista, Zaldívar le preguntó qué era lo que más deseaba en la vida. Con franqueza, Darío respondió que anhelaba una buena posición social, reflejando así la tensión entre sus aspiraciones y la precariedad de su situación. En un gesto tanto paternalista como pragmático, el presidente lo nombró maestro de gramática en un colegio y le encargó un poema sobre Bolívar, que debía recitar en una velada patriótica. A pesar de sus dificultades económicas, Darío nunca ocultó su gusto por los placeres mundanos. Para aquella ocasión, se presentó con un elegante frac, una prenda que simbolizaba su deseo de proyectar una imagen acorde con la posición social que ambicionaba.


A medida que se trasladaba de un país a otro, su relación con el dinero fue evolucionando. En Buenos Aires, en 1893, encontró un "magnífico refugio", ya que el periódico, convertido en una empresa comercial desde 1883, le permitió integrar sus textos al mercado cultural y captar un público más amplio. El dinero, que en sus primeros años había sido escaso y efímero, comenzó a fluir con mayor regularidad. Según su testimonio, su sueldo en La Nación le permitía cubrir sus necesidades con holgura. En 1900, al llegar a París, fue a ver a Enrique Gómez Carrillo para mostrarle el adelanto recibido del periódico. Con una sonrisa cómplice, su amigo separó el dinero en dos montones: uno pequeño, para gastos básicos, y otro mayor, para los placeres de la vida. Este gesto simbolizaba el cambio en la economía de Darío, quien pasó de la mera supervivencia a disfrutar de ciertos lujos.


Sin embargo, a pesar de su prestigio, en sus últimos años enfrentó más dificultades económicas. La precariedad lo llevó a solicitar ayuda a sus amigos mediante cartas. En una de ellas, pidió al director de La Nación una pensión para su hijo, en reconocimiento a sus dos décadas de trabajo en el periódico. Ese intento por asegurar el bienestar de su familia revelaba la vulnerabilidad de Darío, quien, pese a su talento y renombre, nunca dejó de luchar por una estabilidad que siempre le fue esquiva.


Su infancia, marcada por la falta de recursos, impidió que recibiera una educación formal constante. No obstante, su genio literario y su capacidad para integrarse en círculos culturales le permitieron superar esas limitaciones. A lo largo de su vida, su relación con el dinero fue ambivalente: si bien le permitió sobrevivir y gozar de los placeres que la fama le ofrecía, nunca dejó de ser inestable. En resumen, la vida económica de Rubén Darío no fue la de un hombre rico ni la de un poeta consumido por el sacrificio. Estuvo marcada por la búsqueda de estatus, la integración en el mercado cultural y el disfrute de la vida. Su relación con el dinero, compleja y contradictoria, reflejaba las tensiones entre el arte y la realidad cotidiana.


Fue mucho más que un poeta. Fue un hombre que encarnó las contradicciones, tormentas y esperanzas de su tiempo. Su vida, llena de logros, caídas y desafíos, sigue siendo una fuente de inspiración y admiración. A través de su obra y ejemplo, Darío nos recuerda el poder transformador del arte y la importancia de mantener viva la lucha por la libertad y la justicia. Una lucha por el bienestar propio, porque, para Darío, antes de ser hijo de una Patria, somos responsables de nosotros mismos, y del amor qué buscamos, y cómo lo hacemos funcionar.


 

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